miércoles, 25 de febrero de 2009

Resurgir de las cenizas

Luis-Fernando Valdés

Inicia hoy, para los católicos, el tiempo de Cuaresma, con un rito muy popular: la imposición de la ceniza. Este gesto es común a muchas culturas desde la antigüedad, y siempre tiene un significado de invitación a la reflexión y al cambio. En nuestra época, ¿todavía tiene sentido hablar de conversión? ¿es válida todavía la noción de penitencia?
De modo natural, todo ser humano de cualquier época, ha sentido en su interior una desazón producida al realizar alguna acción inadecuada. Con independencia de lo que cada cultura considere como acto bueno o malo, toda persona siente un dolor en su mente y en sus afectos cuando con sus palabras, sus pensamientos o sus obras, ha trasgredido el límite de lo que creía como bueno y ha realizado algo que consideraba como malo.
A este estado interior de culpabilidad, se le ha llamado en nuestra tradición occidental “remordimiento de conciencia”. Y a las acciones, pensamiento u omisiones que se consideran como malas se les conoce como “pecados” o “faltas”.
Y en todas las culturas antiguas y en muchas actuales siempre se ha considerado que para salir de esa situación interior de culpa hace falta un proceso de “purificación”. Es una creencia universal que el hombre por sí mismo no puede salir del estado de culpabilidad, sino que necesita ser purificado. De modo casi universal, hay unas prácticas que simbolizan y realizan esa camino de vuelta, y se conocen como “penitencia”. Entre los actos de penitencia comunes a la mayoría de las culturas están el ayuno y la ceniza.
Cuando el cristianismo irrumpe en la historia, conserva las prácticas judías de penitencia, pero les da un sentido nuevo. La explicación cristiana de la interioridad manchada por la culpa es la siguiente: al realizar un acto malo (pecado), la persona ofende a Dios (en ocasiones también al prójimo), y rompe la armonía consigo mismo (pierde la gracia).
La manera de restablecer la amistad con Dios y el equilibrio interior es pedir perdón al Creador (y, en su caso, al prójimo). Pero como no se trata sólo de pronunciar unas fórmulas, sino de un cambio interior, la petición de disculpa debe ir acompañada de un gesto que muestre que el arrepentimiento es sincero.
Y ése es el papel de la penitencia: por una parte, las privaciones voluntarias predisponen a la reflexión para llegar al arrepentimiento; y por otra, son una manifestación visible del sentimiento y del deseo interior de cambiar verdaderamente.
Así como en la cultura griega el Ave Fénix renacía de sus propias cenizas, así también la penitencia cristiana es una invitación para que los humanos reconozcamos nuestras faltas y podamos resurgir de nuestras propia miseria, al abrirnos a Aquél que es el que nos puede realmente levantar.
Al contemplar la crisis económica mundial, causada en parte importante por la ambición desmedida de una minoría; al presenciar decenas de asesinatos diarios; al avistar la corrupción de funcionarios públicos y de ciudadanos particulares; al llorar las injusticias de la migración, ¿hará falta argumentar de que todos necesitamos un tiempo de reflexión y de reconocimiento de nuestras malas actuaciones? Ante este panorama, ¿podemos afirmar que los mexicanos somos tan buenos que no necesitamos purificarnos? Ojalá que este tiempo litúrgico cobre sentido en los creyentes, y suscite en todos –también en los no creyentes– un deseo de esa penitencia natural, necesaria para ser mejores personas, mejores ciudadanos.
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com

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